miércoles, 15 de abril de 2009

Anticipo Editorial de "Urnas de Jade: Mentiras"

A continuación os ofrecemos el avance editorial de "Urnas de Jade: Mentiras", que incluye el prólogo y el primer capítulo. (6.000 palabras).

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PRÓLOGO
Adaptado de Historia de Dhao para Jóvenes
(Tomo 2: Año 107 II E.O.)


Las blancas murallas de Dhao se erguían, orgullosas, proyectando su sombra sobre las cristalinas aguas del río Jiraimot. Hacía mucho tiempo que el bardo no visitaba aquella ciudad y sus recuerdos de ella se veían muy diluidos por los años, pero, a pesar del olvido, todavía quedaban extraños sentimientos que le arrastraban inexorablemente hacia ella.
—¿Quieres decir que éste es el lugar del que tanto nos has hablado? —preguntó Dariahn, su ayudante, mientras ayudaba a Genna a bajar de la carreta—. Te recuerdo que tu mujer no se encuentra en un estado que aconseje estar en los caminos.
—No, estoy bien —respondió Genna con una mueca. No faltaba ni una luna para que saliera de cuentas, pero la ilusión con la que había tomado Elendhal aquel viaje hacía que mereciese la pena, al menos para ella.
—Las calzadas abiertas pueden llevarte al desastre y las sendas sombrías a tu destino —recitó el bardo—. Deberíais saber, antes de recurrir al desprecio, que esta ciudad apenas ha cambiado a lo largo de los años. Bien es cierto que ya poco tiene que ver con la ruinosa aldea que se asentaba en este recodo del río cuando Kiramel era joven, pero siempre ha mantenido…
—¿La ausencia de alcantarillado y el hedor? —preguntó Dariahn con toda su mala intención.
—No, una nobleza a la que realmente es apropiado denominar de ese modo, Duquesita —respondió Elendhal, sabiendo que aquel apodo no le gustaba en absoluto.
Durante las últimas semanas Dariahn se había vuelto cada vez más insoportable. Aunque no se lo había comentado a Genna, el juglar sospechaba que el problema residía en que se sentía desplazada por el inminente nacimiento de su hijo… ¡Su hijo! Elendhal no cabía de gozo en sí mismo cada vez que lo pensaba… habían llegado justo a tiempo para su nacimiento, un momento más que apropiado para comunicarle a su esposa y al resto de la compañía que, como decía la vieja canción, estaban donde debían encontrarse. A partir de entonces se acabarían los caminos y ella podría volver a vivir entre cuatro paredes, como siempre había deseado.
Los otros carros llegaron tras ellos y se detuvieron junto a la calzada. Había casi una docena, aunque sólo cuatro pertenecían a la compañía de teatro. Los demás eran mercaderes que se unieron a la comitiva buscando la seguridad que ofrecía un alto número de hombres.
Jenarth de D’rion conducía el primero de ellos y, con una cómica reverencia, se despidió de los mercaderes. Era un buen actor que tan pronto podía transformarse en el malvado rey de un vasto imperio como en el bufón de la corte más absurda. Jenarth era de los mejores comediantes que, en aquellos tiempos, todavía se atrevían a seguir viajando de ciudad en ciudad.
—¿Cómo os encontráis, oh, emperador de los escenarios? —saludó a Elendhal, mientras una sonrisa le transformaba el rostro, exagerando sus numerosas arrugas como si se tratara de un árido paisaje del más allá—. Ese último tramo de la calzada tenía tantos baches que creí que mis huesos iban a quebrarse uno tras otro.
—No exageres tanto, Jenarth. Por fin hemos llegado.
—Ya era hora. Pensé que la humedad de la costa acabaría matándome. Recuérdame que no vuelva a aceptar una gira en el Límite. Me duele todo el cuerpo como si mil serpientes hubieran horadado mi carne para poner sus inmundos huevos —recitó parte del monólogo que le correspondía en El Último Rey de Jadr, una de las últimas tragedias que la compañía había representado sobre un escenario que pudiera recibir aquel nombre.
Jenarth era una buena persona, del mismo modo que también lo eran Jeb, Deliash, Esbodan y Billie. Podrían arreglárselas solos sin problemas, no tenía porqué preocuparse. Todos ellos podrían sobrevivir sin él… además, tenía pensado dejarles los libretos de unas cuantas obras aún no estrenadas.
Sacaron sus mejores ropajes de los baúles que transportaban en las carretas y los dejaron airearse sobre la mullida hierba. El día había amanecido soleado y no existía ninguna razón para pensar que iba a cambiar. Dariahn, todavía algo molesta, se había apartado un poco de ellos y, sentada sobre una gran roca con los pies en las frías aguas del Jiraimot, les lanzaba miradas furibundas.
—¡Deja de perder el tiempo y ve a ayudar a Jeb y a Esbodan! —gritó Genna. Trataba de peinarse para estar presentable, pero sus revueltos cabellos rubios se mantenían impasibles a los virulentos ataques del cepillo. Genna envidiaba la dorada melena de Dariahn, pues parecía que no necesitara hacer nada para mantenerla perfectamente lisa y peinada. Era como una de esas princesitas de los cuentos que contaba su marido a los niños de las aldeas… pero sin necesidad de peinarse tantas veces, claro está. Una razón más para aquel apodo: Duquesita.
Dariahn siguió durante un buen rato jugueteando con los pies en el agua. No sabía por qué, pero aquella sensación le encantaba.
Cuando estaba a punto de hacer caso a Genna, un coche de caballos pasó por el camino en dirección a Dhao levantando una inmensa nube de polvo. Era uno de esos coches pesados y lujosos que necesitaban de al menos diez caballos para moverse a una velocidad razonable. Aquél debía de tener una docena. Dariahn no tuvo tiempo de contarlos. En sus puertas estaba grabado el escudo del noble local.
—¡Estúpido, debería tener más cuidado! —gruñó la joven.
—Esa no es forma de hablar para una dama —le regañó Genna—. Pongamos a salvo los vestidos antes de que el polvo se asiente. No me gustaría tener que lavarlos otra vez. —Aunque no era mucho mayor que ella, desde que podía recordar se había comportado como si fuera su madre.
—Era el carruaje de Lord Qüitain —dijo el juglar, tras unos minutos meditando—. Me pregunto qué estaría haciendo por aquí.
—Ni lo sé, ni me interesa —protestó de nuevo Dariahn mientras metía los vestidos, ya irremediablemente sucios, en el carro—. Seguro que se trata de un viejo que habrá estado cazando o vuelve de visitar a alguna amiguita —murmuró.
—Dudo que pueda tratarse de cualquiera de las dos cosas. —Elendhal parecía interesado—. En estos tiempos, pocos son los nobles que se atreven a salir de las plazas fuertes. Mucho menos en esta zona y en un carruaje que los identifique con tanta facilidad. Estamos a menos de dos semanas del Yermo y a pocos días de las líneas de Demosian. Además, Lord Qüintain no es ningún viejo, no más viejo que yo, al menos.
—Yo conocí a su padre —intervino Jenarth—. Era un tipo apuesto y orgulloso. Creo recordar que representamos ante él La Fábula del Puercoespín. Después, nos invitó a comer y todo.
—¡A buen sitio nos has venido a traer!
—Mejor que muchos otros. Dhao es bastante más segura que la mayoría de las ciudades de Drashur. Creo que ya comenté antes que la nobleza de sus gobernantes es legendaria.
Como pudieron, limpiaron la ropa y empacaron para continuar su camino hacia la ciudad. Difícilmente podían imaginar lo que el destino les tenía preparado allí, pues, de este modo tan sencillo, llegó una de las más nobles gobernantes de Dhao.
Pocos rastros de sus humildes orígenes han permanecido hasta nuestros días, excepto su nombre, repetido a través de múltiples generaciones, y la persistencia hasta la actualidad del apellido Elendhal entre los nuestros.
I
CIUDAD DE NIEBLA


La luna en el horizonte,
destella con luz velada.
Las sombras de las colinas,
bajo su brillo se alargan.

De La Muerte del Rey Theros


En nuestro primer volumen hablamos de las historias y leyendas, de cómo sus límites se extienden tan lejos que son imposibles de apreciar, de cómo los sueños son apenas retazos de ellas y pueden tener mucha más importancia de lo que imaginamos. En él hablamos de muchas cosas que, aunque no lo parezca, tienen un punto en común: son verdades.
Eso hace que quede todavía mucho por contar, porque, igual que donde no hay luz reina la oscuridad, donde no hay verdad… hay mentira.
Pero también es cierto que esta afirmación no es tan simple y que existen muchos tipos de mentiras y falsedades, de engaños y falacias, tan diferentes entre sí como pudieran serlo las verdades. ¿No me creéis? ¿Acaso trataría de embaucaros?
No respondáis y estad atentos. La mentira puede ocultarse en cualquier parte…


La ciudad de Puerto Agreste se extendía con sus titilantes luces parpadeando bajo la niebla como un manto que bordeara la costa. Una a una, las antorchas, velas y lámparas fueron apagándose para dejarla sumida en la oscuridad. Sólo el Faro de Ifklar, con su blanca luz, iluminaba intermitentemente las olas y los cascos de los buques que se encontraban amarrados en el puerto que daba nombre a la urbe. Los resplandores del mar se multiplicaban antes de desaparecer, con una calma impropia de la estación.
La luz giró en otro de sus interminables círculos y, tras arrebatar ligeros destellos de las piezas de bronce bruñido, iluminó el Parque de los Robles. Allí, se coló entre las tupidas ramas, donde, sin demasiada prisa, se efectuaba el habitual cambio de guardia.
El sargento que dirigía al escuadrón saliente entregó, con un rígido saludo militar, la vara de mando al del escuadrón que iniciaba la ronda y, marcando el paso, los dos grupos de soldados de negro sobreveste se alejaron en distintas direcciones por las calles cubiertas de niebla. No es que fuera un espectáculo excesivamente vistoso, pero resultaba un importante foco de atención para los extranjeros que visitaban la ciudad por primera vez. Nadie había mostrado hasta la fecha interés alguno en repetir la experiencia.
En aquella ocasión, tan sólo dos personas observaban el ritual, pero, desde luego, hacerlo no era lo que les había llevado hasta allí. Bajo la casi inapreciable luz de la luna, que recortaba su casi esférica faz más allá del conglomerado de humo y vapores que envolvían Puerto Agreste, esperaron a que los soldados se hubiesen marchado para iniciar una torpe discusión.
—He sido enviado para sustituiros —dijo el más alto de los dos, con una extraña voz acerada—. El amo quiere que me entreguéis a vuestros ayudantes junto con todos los informes que hayáis recogido. Luego deberéis ir a Darsha. Este pergamino contiene las nuevas órdenes —sacó el documento de sus gastados ropajes y se lo entregó.
—Aunque no os conozco, el anillo que lucís en vuestro dedo es suficiente para identificaros. Se hará como él dice, aunque debo advertiros que vuestra misión no será fácil. —La voz era entrecortada y fría, casi reflejando el clima de la zona. Su acento agrestense apenas si dejaba ver el herido orgullo de su dueño—. El mago permanece constantemente en el interior de la torre. Nadie entra ni sale de ella a menudo.
—Tengo entendido que la última visita fue reciente.
—Sí, estáis en lo cierto —replicó el segundo hombre—. Hace diez días, tres hombres y una mujer accedieron a la primera planta. Sólo hemos podido identificar a uno de ellos. Se trataba del Duque Se-phard de Nedai, los otros…
—Los otros no son importantes —le interrumpió con su acerada voz—. Sephard pertenece a la Orden y, con toda seguridad, portaba información recopilada por Qüestor Elendhal en Kiramel. Por lo que sabemos, el bardo no llegó a hacerle participe del secreto.
—Hiciera lo que hiciese en el interior de la torre, no tardó mucho. Una hora después de su entrada, todos, a excepción del Anciano, se marcharon a la Casa del Consejo —susurró a modo de respuesta.
Caminaron con calma bajo las ramas deshojadas de los árboles que crecían en las amplias avenidas y bajo los aleros de los tejados de las callejuelas. Aunque el hombre que, al parecer, iba a ser sustituido en sus labores aquella misma noche cojeaba a ojos vistas, no se quedó atrás y siguió sin demasiados problemas el ritmo de las largas zancadas del otro. Ambos avanzaban en silencio, como si ya hubieran recorrido juntos aquel mismo camino innumerables veces antes, aún siendo evidente que uno de ellos era un recién llegado.
Al fin, atravesaron un callejón que se abría a una suerte de pequeña plazoleta rodeada de edificios de varias plantas construidos con ladrillo rojo, deslustrado por el paso de los años. En uno de sus rincones se acumulaba un montón de basura de aspecto más desagradable de lo habitual y casi tan antiguo como los muros contra los que se apoyaba. Dos gatos maullaron y salieron corriendo de él para perderse entre la niebla, calle abajo.
—La operación de Tidar ha sido un completo fracaso —murmuró el cojo, poniendo el pie en el primer escalón.
—Otra razón para que ésta salga bien. No nos podemos permitir alejarnos más de nuestros objetivos —dijo el otro, sin mostrar ningún interés, como si se tratase de un mantra—. Si obtuviéramos las dos en una sola tentativa, el amo estaría contento.
—Lo principal es conseguir la que tiene en su poder el hechicero. Para la otra, ya habrá tiempo —le respondió, con cierto tono de enfado apenas insinuado.
Ascendieron por una escalera de madera adosada a una de las paredes de ladrillo. Crujía estrepitosamente con cada uno de sus pasos y algunos tablones se desprendieron al llegar al descansillo que daba paso a una puerta, también de madera, para caer al suelo entre rebotes.
La vivienda que ocultaba era un lugar sucio y descuidado. Consistía en una habitación escasamente amueblada y una pequeña cocina que tenía el aspecto de no haber sido utilizada en mucho tiempo. En un camastro dormitaba un chiquillo y otro miraba por una ventana, junto a la que se apilaban varias docenas de libros mal encuadernados. El recién llegado se aproximó a ellos y los ojeó en silencio. Estaban escritos con una caligrafía rebuscada y retorcida. El idioma parecía calishita antiguo, una lengua sólo utilizada por magos e historiadores. Ya tendría tiempo más que suficiente para revisarlos.
Las sucias cortinas ocultaban lo único que hacía valiosa aquella cochiquera. Sin reparos por tocar la mugre que en ellas se acumulaba, descorrió ligeramente una esquina.
Desde allí podía verse con total claridad la torre de mármol blanco de Taith, el Anciano, y la puerta que, en su base, daba acceso a un interior plagado de secretos.


—¡Ya hemos llegado! —exclamó Lynguer, bajando del carruaje. Iba vestido con ropas de cuero tachonado y no se había afeitado en días. En la penumbra pocas personas le reconocerían con aquel aspecto—. Ahora lo mejor será que no nos vean juntos. No sé si él habrá hecho ya su reaparición, pero no creo que sea así —dijo a su gemelo mientras se marchaba calle abajo—. Nos veremos mañana.
—Hasta luego —le respondió éste—, ten cuidado.
Como una sombra, Ziniath se deslizó tras el asesino, despidiéndose de los demás ocupantes del segundo carruaje con un ligero gesto de su mano.
—Si pensaba darle esquinazo tan fácilmente, es que se ha vuelto aún más idiota desde su vuelta a la vida —comentó Qüestor, cerrando la portezuela.
—¿Supones que habrá boda dentro de poco? —le preguntó Saeth en voz baja—. Con semejante acoso, hasta yo podría caer.
—No tengo la más mínima idea, para mí tu hermano es como un libro cerrado… ¿cómo crees que le sentaría a tu padre? —Rió el bardo—. Tengo entendido que no le gustaba nada la idea de ese matrimonio.
—Las cosas han cambiado un poco desde el incidente. —Sonrió el espadachín—. Durante casi una hora se vieron obligados a hablar. Como no tenían espacio para matarse el uno al otro, acabaron limando asperezas. Ahora quien más me preocupa es Falstaff. ¿Crees que hará alguna locura? No parece encontrarse muy bien desde Portobello. Lo de Sayrene… esas heridas curan mal.
—Desde luego que lo hacen. Pero tendremos que mantenerle tranquilo. —El juglar trató de parecer tan seguro de sí mismo como le permitían las circunstancias—. Si los informes de Nojeria y tu padre son ciertos, tenemos un problema mucho más grave. Por lo que me contaste camino de Tidar, parece que la plaga siempre se dio en lugares inhóspitos, pero si se extendiese a lugares muy poblados… no quiero ni pensar en lo que sucedería.
—Eso sin contar con el tema de las urnas —murmuró Saeth—. Si cayeran todas en manos de Gülfstend, no sé que sería de Drashur.
—No estoy seguro de que pretenda resucitar —esta última palabra casi se le atraganta en la garganta —a Demosian. Codan pensaba que sus objetivos eran otros bien distintos. ¿Recuerdas lo que le dijo a Sayrene?
Hubo entonces un breve silencio, ante la simple mención del Tocado de Zariez. El recuerdo de sus desmanes, a pesar de todos los intentos por aplacarlo, continuaba causándoles malestar. Ambos habían vivido aquella época en su niñez, pero sabían lo que se sentía. Demasiados siglos en los que el Señor del Yermo había hecho y deshecho como le había venido en gana habían marcado a cada uno de los habitantes de Drashur.
—Sí, acababa de llegar tras aquella loma —explicó Saeth, al cabo, tragando saliva—. No estaba seguro de si era el momento más adecuado para mi reaparición triunfal, así que permanecí escondido durante un buen rato, hasta que vi que teníais demasiados problemas. No obstante, llegué a escuchar lo que dijo. Creo que fue algo parecido a que se desharía de ella en cuanto alcanzase su meta y que ésta no era la que ella pensaba.
—En efecto —murmuró el juglar—. También dijo que Sayrene era una mala copia de la difunta mujer del Conde.
—¿Y qué? Gülfstend es un hijo de puta retorcido. —Su voz estaba cargada de odio—. Estoy convencido de que crear un monstruo con el aspecto de su esposa muerta no le ha provocado el más mínimo conflicto moral. ¡Es más, seguro que el muy bastardo incluso disfrutó haciéndolo!


Ante la imposibilidad de conciliar el sueño, Delinard decidió dar una vuelta por la casa. Le habían adjudicado la misma habitación que en su anterior visita a Puerto Agreste y esperaba que, en aquella ocasión, su estancia en la ciudad se alargara un poco más. A pesar de tantas emociones, ya estaba bastante cansado de viajar de un lado para otro.
Se vistió en pocos instantes y, a hurtadillas, salió del lujoso dormitorio. El pasillo se mantenía en silencio y sólo los ronquidos de sus amigos turbaban la paz de la noche. De la habitación del sacerdote salía la débil luz de unas velas que agitaban las sombras por debajo de la puerta. Aunque no tenía ninguna prueba, el muchacho estaba convencido de que Falstaff no había dormido ni dos horas seguidas desde el descubrimiento de la traición de Sayrene, allá en Tidar. El clérigo había tratado de ocultar sus sentimientos a todos, como siempre, pero éstos eran más que evidentes.
El sacerdote no era el único que había cambiado. Desde que acabó con la vida de Codan-Gulath, Delinard tampoco había vuelto a ser el mismo. Se sentía mal por lo que había hecho y no se veía capaz de apartar la tristeza que lo envolvía… también lo había ocultado, aunque no sabía si podría continuar así. Él no era como el sacerdote. Sin duda, no podían ser más diferentes.
Regresó a su habitación y cerró la puerta tras de sí. Por las cortinas de encaje entraba la luz de la luna, difuminada por la niebla que parecía envolver constantemente la ciudad, como un blanco y pesado sudario. Delinard se asomó por la ventana. Desde allí casi no podía verse el suelo de grava y el borde del césped que cubría los jardines de la mansión. Un guardia, uno de los muchos mercenarios contratados por Sathlegaard, el padre de los gemelos, pasó por debajo, haciendo la ronda, y giró por la esquina, desapareciendo tras un macizo cubierto de enredaderas.
—Un blanco fácil, como lo fueron los mercenarios de Goranna para Shardrahs —se dijo, mientras abría las hojas de la ventana y respiraba el frío aire de la noche—. Tal vez salir sirva para calmarme un poco —murmuró, descolgándose ventana abajo. Después, con un ligero impulso, se dejó caer sobre el bien cuidado césped, sin hacer apenas ruido.
—¿Qué ha sido eso? —susurró una voz nerviosa, al otro lado de la hiedra.
—Nada importante, tal vez un gato o un búho —respondió otra, mucho más tranquila, tal vez demasiado—. ¿Tienes alguna noticia de interés?
—No muchas. ¡Podías haber esperado a que terminase mi guardia! —gruñó la primera—. Si no hubieras dado conmigo, habrías tenido problemas.
—Terdan, deja de preocuparte tanto —dijo el otro—. Éste es el mejor lugar de la ciudad para hablar. Mejor que cualquiera de esas tabernas de mala muerte que frecuentas. Se supone que en la casa de Sathlegaard no hay espías. ¿Qué es lo que tienes para mí?
—Está bien. —Ahora que se había acostumbrado a la oscuridad, Delinard pudo distinguir que se trataba del mercenario que había visto pasar unos minutos antes—. El heredero ha vuelto al nido y se ha traído consigo a esos buitres que le siguen a todas partes. Por lo visto, tienen la intención de visitar al Anciano mañana. Aunque de la intención al hecho…
—Excelente —dijo el otro. Se mantenía entre las sombras, por lo que no pudo distinguir bien su rostro, aunque se trataba a todas luces de un hombre—. Pero ya que te pagamos tan bien, deberás tener los ojos más abiertos. Queremos detalles.
Algunas monedas cambiaron de manos y la conversación se dio por finalizada cuando el mercenario continuó con su ronda por los alrededores de la mansión.
Sin esfuerzo, siguió los pasos del desconocido a través de los arbustos y la hierba hasta la zona más alejada del jardín. Allí, trepó el muro que separaba la mansión de la calle y saltó al otro lado. Cuando lo hizo, el joven pudo ver su rostro; era un hombre rubicundo y con algunas arrugas, tenía una estatura media y algunas libras de sobrepeso, pero parecía mantenerse en buena forma. Sus rasgos le recordaron a alguien, pero no pudo determinar a quién.
Dando un paseo, se alejó de la mansión y se encaminó hacia la zona más oriental del puerto, hacia la salida de la calzada de la Ruta del Norte. Aunque ya era bastante tarde y las calles se encontraban desiertas, podían oírse los sonidos de las fiestas que se celebraban en el interior de algunas tabernas. Resultaba cierto decir que aquella era una ciudad que nunca dormía.
Una puerta, sobre la que se encontraba una burda talla que representaba a un búho, se abrió, derramando en la calle un resplandor dorado. Delinard se acurrucó en un estrecho portal y contuvo la respiración.
Un hombre horrendo, y completamente borracho, sostenido por dos señoritas algo escasas de ropa, invitó a pasar al desconocido. Éste, saludando con un gesto jovial, declinó su invitación y continuó por la calle, evitando con disimulo a dos matones que custodiaban la entrada de otro local de dudosa reputación. Después, girando por una avenida, se internó en una red de intrincados callejones hasta detenerse frente de un edificio un tanto decrépito, en cuya entrada se encontraba un cartel que lo identificaba como una posada. Sus ventanas estaban clausuradas en el piso inferior con tablones, mientras que las del superior tenían gruesos cortinajes que impedían avistar el interior. No había luces y no se veía ni un alma en las cercanías. Con disimulo, y mirando hacia todos lados, el hombre se aproximó para llamar a la puerta.
Antes de que pudiera hacerlo, el muchacho saltó sobre él y le noqueó con un soberbio codazo en la cara. La facilidad con la que lo hizo, le revolvió las tripas. Apenas había tenido que pensar. Sólo actuar. El siguiente pensamiento, tan fluido como sus actos, le llenó de más desasosiego todavía.
—Me has llevado hasta donde quería. Ya no te necesito para nada —pensó, cogiendo al hombre por las axilas y arrastrándole hasta un callejón cercano. Una vez allí, registró sus ropas. Aparte de una bolsa con algunas medias coronas de plata y una daga no demasiado bien trabajada, no llevaba nada encima que le identificase. Se guardó ambas cosas—. Extraña noche ésta. Todavía me pregunto qué más me conducirá a hacer —susurró Delinard, sintiendo como el corazón le latía con fuerza en el pecho. Aquel lugar se parecía mucho a donde se había criado—. Seguro que en la parte trasera hay una segunda entrada.
Así era. Al lado de ella, además, se abría el hueco de la carbonera donde se almacenaba el combustible para los fogones. Por las manchas de carbón que ensuciaban los batientes, supuso que no hacía ni una semana que la habían llenado.
—Muy raro para un lugar abandonado —se dijo.
La puerta estaba cerrada, pero él tenía algo a lo que ninguna cerradura podía resistirse. Tiró del cordón de cuero que llevaba al cuello y sacó la pesada llave dorada. Con un simple roce, los mecanismos de la cerradura saltaron y los goznes chirriaron levemente para abrirle paso.
Atravesó la cocina sin detenerse. Ésta, a pesar de estar sucia, había sido utilizada hacía poco. Llegó a un comedor bastante amplio. Media docena de mesas de construcción tosca se apiñaban contra una de las paredes, con sus correspondientes taburetes y sillas sobre ellas, para dejar espacio a otra más pequeña, en la que todavía se encontraban unos platos con restos de comida. Al otro lado de la sala, un corto corredor llevaba a la entrada principal, de la cual partía una escalera hacia el piso superior. De allí llegaban sonidos apagados, velados por tabiques y cortinas.
Se disponía a subir, cuando, al apoyar el pie en el primer escalón, notó que algo no iba bien. Todo resultaba demasiado sencillo. Si aquél era el escondite de alguien que podía permitirse el lujo de pagar espías dentro de la casa de Sathlegaard de Jiriom, lo más seguro era que tuviera instalado algún tipo de medida de seguridad fuera de lo habitual. Retiró el pie con cuidado y observó la desvencijada escalera. Las paredes estaban llenas de manchas de humedad y desconchones. El pasamanos había sido retirado hacía ya bastante tiempo y muchos de los escalones parecían rotos o, al menos, peligrosamente desgastados.
Torciendo el gesto se acercó al lateral de la escalera y, de un brinco, se agarró a uno de los últimos peldaños. Aguardó unos instantes, pero no sucedió nada inusual. Con esfuerzo, se encaramó al descansillo. Desde allí podía verse algo de luz, reflejada en el polvo que revoloteaba por el aire.


Apuró la jarra de un sólo trago y miró a su alrededor. Un grupo de borrachos desafinaba a coro en un extremo de la mugrienta taberna y varias camareras se movían entre las pesadas mesas de madera, sirviendo cerveza e hidromiel mientras trataban de evitar los pellizcos de los achispados clientes. Una de ellas, una muchacha morena, se acercó hasta donde él se encontraba.
—¿Queréis algo más? —preguntó al explorador, inclinándose hacia él de manera provocativa.
—Otra jarra de cerveza… de momento. —Sonrió Cadhstorn.
La muchacha sonrió a su vez y le guiñó un ojo con descaro. Después recogió las jarras y vasos que se amontonaban sobre la mesa y se marchó hacia la barra, contoneándose. Era bastante hermosa, de una manera sencilla, tal vez un poco basta. La decisión de escapar de su habitación había sido realmente una gran idea. El explorador se felicitó a sí mismo una vez más.
La puerta se abrió un instante y una bocanada de aire frío hizo que los borrachos callaran durante unos segundos, temiendo que se tratase de la guardia, pues las leyes estipulaban que la hora de cierre debía haber tenido lugar muchas horas antes.
Al comprobar que quien había abierto la puerta era Megiern, el dueño del local, las risas y los cánticos fueron retomados en el mismo punto donde habían sido abandonados. Megiern era un hombre bajito y feo y, con toda seguridad, estaba más borracho que la mayoría de sus parroquianos. Tanto, que dos de las camareras tenían que sostenerle para que se mantuviese en pie.
Muchos suspiraron aliviados —el mantener el local abierto no era, en absoluto, lo único ilegal que estaba sucediendo allí— y volvieron entre murmullos a sus interrumpidas conversaciones. Cadhstorn se alegró de no tener que meterse en problemas con la guardia. No recordaba que la de Puerto Agreste tuviera nada en su contra… al menos hasta entonces. Al cabo de unos segundos, la puerta se cerró y Megiern entró de nuevo.
—Aquí le traigo su cerveza. —La voz de la joven camarera resonó muy cerca de él, a su espalda—. Me llamo Lily —añadió con un susurro.
—¡Déjale en paz! —rugió Megiern, tropezando con un taburete—. He notado que este hombre es un buen bebedor y me gustaría hacer tratos con él. ¡Ya tendréis tiempo más tarde para eso!
Tenía el rostro sin afeitar y una gruesa cicatriz se lo recorría de lado a lado, mutilándole parte del ala de la nariz. Estaba casi calvo, a falta de un par de mechones grises, y su cráneo estaba surcado de venas azuladas. Se acercó al explorador, cojeando y echando pestes por el golpe.
—He visto cómo bebías —dijo Megiern, inclinando la cabeza y mostrando sus dientes torcidos en un intento de sonrisa—. Hay pocos hombres que puedan hacer lo que tú estas haciendo y continuar sobrios.
—¿Y? —preguntó Cadhstorn, llevándose a los labios la última jarra que le había servido Lily.
—Esa es una rara habilidad que puede darte mucho dinero en esta ciudad. Tú pareces un hombre de mundo y estoy seguro de que te gusta aprovechar todas las oportunidades —murmuró—. Voy a proponerte un trato…


Andando como un gato, se arrastró hasta la puerta más cercana de entre todas las que se sucedían en el corredor. De allí salía la escasa luz que había notado al alcanzar el descansillo. De pronto, las velas se apagaron y el pasillo quedó sumido en la más absoluta oscuridad. Delinard se apartó de la puerta a tiempo de evitar que ésta le golpeara al abrirse violentamente.
Al instante, una sombra rodó por el suelo y se arrojó a sus pies. La esquivó y aprovechó el salto para lanzar una patada contra la cabeza de su enemigo. En su mano, la negra daga se retorcía como si estuviese viva y deseosa de acabar con la pelea de un golpe. El muchacho apenas se contuvo.
La patada falló por escasas pulgadas, pero su contendiente no perdió el tiempo en levantarse del sucio entarimado, sino que lanzó un puñetazo hacia arriba. El joven fielanense lo bloqueó con el antebrazo. Se estaba enfrentando a un luchador muy capaz, de eso no cabía duda… y su estilo no le resultaba por completo desconocido. Se quedó quieto, contra la pared, para no ofrecer ni silueta ni ruido que le alertaran.
El chasquido de una ballesta al cargarse en la habitación de la que había salido su enemigo, le advirtió de que pronto tendría aún más compañía.
—¡Quieto donde estás o te atravieso! —exclamó la voz terriblemente familiar de una mujer desde la puerta—. ¡Puedo verte y no dudaré en disparar!
—¿¡Ziniath!?
—¿¡Delinard!? ¿Eres tú?
Tras unos instantes, la ladrona apareció con un candil en una mano y la ballesta en la otra. Vestía una bata de seda azul que no dejaba ni un resquicio a la imaginación. A sus pies, algo dolorido, Lynguer terminó de incorporarse. Al darse cuenta de que no llevaba nada encima, aparte de su sable, desapareció por la puerta del dormitorio.
—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó Ziniath, sonrojada.
—Seguí a un hombre desde la mansión hasta aquí. Estaba sobornando a uno de los guardias de Sathlegaard para que le diera información.
—¡Claro que lo estaba haciendo! —protestó el asesino, poniéndose unos pantalones—. ¡Khedor trabaja para mí!
—¿¡Cómo!? —exclamó Delinard, extrañado, dándose cuenta del error que había cometido.
—Khedor trabaja para nosotros —repitió Ziniath, en un susurro preocupado—. ¿Qué has hecho con él? No le habrás…
—Le dejé inconsciente junto a la entrada y le arrastré hasta el callejón de al lado —respondió el muchacho, notando que las orejas comenzaban a arderle.
—Iré a buscarle —dijo Lynguer, terminando de ponerse una camisa de seda negra.


—Tú sólo tienes que mantenerte callado y beber cuando yo te lo diga. —Sonrió Megiern con una mueca—. Yo me encargaré del local, de negociar las apuestas y del dinero para hacerlas. Luego repartiremos los beneficios a la mitad. Será mucha plata.
Cadhstorn tomó otro vaso y lo vació. No estaba demasiado seguro de que aquello le conviniera, aunque, por lo que Megiern le había contado, aquel negocio parecía bastante rentable. Por supuesto sabía que el cantinero no era de fiar. Pocas personas en aquella ciudad lo eran.
—De acuerdo —murmuró, dejando el vaso sobre la mesa. Su atención estaba puesta en otra parte, en la camarera morena que le sonreía desde el extremo de la barra—. ¿Lily? —se preguntó mientras se levantaba del taburete.
Tropezó y fue a dar contra una de las mesas cercanas, que se desplomó acompañada del sonido de varias jarras rotas. Su ocupante, un enano de largas barbas trenzadas, aspecto feroz y preocupantemente ebrio, le miró con ojos vidriosos y le propinó un fuerte empujón. Cadhstorn rebotó contra otra mesa, con las piernas convertidas en gelatina. Las bebidas que había sobre ella se derramaron, salpicando a todos sus ocupantes.
Al cabo de unos instantes, las jarras volaban de un lado a otro y la, hasta entonces, apacible taberna del Búho Nocturno se convirtió en un campo de batalla. El explorador se tambaleó, evitando casi todos los golpes y los impactos de los objetos voladores por pura chiripa, mientras repartía puñetazos. Alguien levantó una silla por lo alto para golpearle en la cabeza, pero la carga de varios hombres que, por el momento, se encontraban en el mismo bando, impidió que llegase a hacerlo.
Detrás de una mesa caída, y utilizándola a modo de parapeto, se encontraba la camarera. El explorador no lo dudó y, con paso vacilante, se dirigió hacia ella.


—No creo que sea necesario que vuelvas a la mansión a estas horas —dijo Ziniath, en un tono que no parecía muy decidido—. Puedes quedarte aquí… si quieres.
—Por lo visto, puede protegerse solo —gruñó Khedor, llevándose un pañuelo mojado a su hinchada y sangrante nariz, que hacía que su rostro pareciera más rubicundo de lo habitual—. Si lo que me habéis contado sobre el Maldito es cierto, tengo suerte de seguir vivo.
—No quieras hacerte el gracioso. Eso no es lo tuyo —le advirtió el asesino.
—Tampoco hay que ponerse así. —Khedor retiró el pañuelo durante unos instantes, pero la hemorragia aún no se había cortado—. Además, aquí el único que ha salido herido he sido yo. Eso me da, al menos, algún derecho para meterme con el chaval.
—Sigues tentando a la suerte.
Delinard se movió inquieto. Sabía que aquél no era el mejor lugar donde podía estar y que su interrupción había molestado a Lynguer mucho más de lo que pretendía demostrar.
—¿Lo hiciste o no lo hiciste? —preguntó Khedor, hablando directamente al muchacho por vez primera.
—Sí —susurró—. Aunque habría preferido no tener que hacerlo. —Sólo recordarlo le ponía enfermo. Había matado y era incapaz de perdonarse a sí mismo. Había vengado cientos de almas, arrastradas al Abismo por el Maldito, y salvado incontables vidas, pero no por ello sus manos se limpiarían de sangre…
—Increíble… —respondió con un silbido de admiración.
—Deja ya de molestarle —le interrumpió bruscamente Ziniath—. Dinos a qué has venido tú también. Supongo que sería para algo.
—Uno de los mercenarios de Deret está jugando a dos bandas —respondió el hombre—. De momento, sólo he conseguido que me cuente cosas de poca importancia. Pero es un tipo avaricioso y no creo que pase mucho hasta que venda algún dato importante. Es cuestión de tiempo y dinero.
—Entonces, tendremos que echarle —gruñó Lynguer—. Habrá que preparar una trampa para cogerle infraganti. ¿Cuándo se supone que volverás a verle?
—Estoy visitándole cada tres o cuatro días. No debería adelantarme o puede que le haga sospechar. Terdan es bastante quisquilloso para determinadas cosas.
—Terdan de Deret… —murmuró el asesino— trabajaba para los Ocho antes de contratarlo. Ellos nos lo recomendaron junto a toda su cuadrilla. Entraron a trabajar en la mansión poco antes del asunto de Dhao.
—Pues por lo visto erraron bastante con él. —Sonrió—. No es alguien en quien se pueda confiar. Parece que por una vez hasta los Ocho se equivocan.
Khedor no podía estar más confundido.
Los Ocho de Deret no solían confundirse.

1 comentario:

  1. David, genial.
    Me quedé con ganas de más.
    Suerte con éste nuevo libro.
    Un abrazo.
    Max.
    PD: Raúl, que mas palabras que MIL GRACIAS POR TODO.Un saludo.

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